viernes, 29 de agosto de 2008
El SEÑOR SATO
POR GAZI JALIL F.
ILUSTRACIÓN: BERNARDITA OJEDA
El señor Sato, prestigioso químico japonés, acaba de inventar la fórmula de la invisibilidad, la que está a punto de usar en él mismo. Tras varios años de acuciosa investigación, el señor Sato está seguro de que aquella poción verdosa e inolora que contiene su tubo de ensayo logrará desmaterializarlo en cosa de segundos, así que no duda en beberla de un solo sorbo. Ya imagina los titulares de los periódicos del día siguiente, las felicitaciones de la comunidad científica mundial, los jugosos dividendos económicos y hasta sueña con el Premio Nobel. Muy pronto, el señor Sato descubre frente al espejo que la fórmula no ha hecho el efecto esperado. Con pesar nota también que en la punta de la nariz le ha salido una llamativa espinilla.
jueves, 24 de abril de 2008
EL MÁQUINA
POR LUIS MIRANDA VALDERRAMA
ILUSTRACIÓN: FRANCISCO JAVIER OLEA
Mi apellido es Elgueta y jamás pensé en ser famoso. Por el contrario, siempre busqué el anonimato como modo de expresión de vida. Desde pequeñín evité los actos en el colegio y a pesar de tener el potencial de ser el mejor o el peor de mi curso, decidí que al mimetizarme al color más neutral e imperceptible de todos, un blanco invierno gastado, sería mi elemento de distinción máxima. Entonces me dediqué a ser un gallo tranquilo y quitado de bulla. Cero por ciento recordable. Yo era el más anónimo, el perico que nadie hecha de menos en la foto: una brisa en otoño o un baño sin olor. Encontraba que eso me otorgaba espacio y tiempo en la misma vida que los demás agotaban al tratar de figurar. Y en cambio yo, Elgueta, compadre, era un ser invisible en un mundo célebre. Hasta que se cruzó en mi vida ese cabezón infame. Tenía que comer y ganarme la vida. Un tío me llevó a la televisión y me puse a trabajar como tramoya porque había estudiado esa especialidad en el liceo industrial. Y comencé a plantar clavos en escenografías de todo el canal. Un día tuve que hacer una tómbola gigante para Sábados Gigantes: algo que fuera lleno de luces, con papel de aluminio, muy colorido y que llamara la atención. No debía parecer una tómbola construida por un carpintero sino que una máquina espacial diseñada por la NASA. Quedó bonita, empezaron a hacer más aparatos extraños y me designaron para que las construyera siempre yo. Entonces pasó. Un concursante movió una palanca que debía accionar una tremenda tómbola con luces y el mecanismo no partió. El mecanismo era yo que comenzaba a girar el armatoste de manera manual. La famosa tecnología era mi brazo, pero no pude escuchar la orden del cabezón y la tómbola no se movió. Ahí fue el instante de mi perdición: la fama tocaba la puerta de mi casa y me empezaba agarrar para el hueveo. "¿Qué pasa con la Elgueta Machine, ah?", preguntó el cabezotas. "Es que tenemos un ingeniero que construyó esta máquina, y no funciona". La gente se reía en el estudio, y mis compañeros también. "Elgueta Machine", dijo el cabezón y "Elgueta machine" fue a partir de ese instante y para toda la vida, mi apodo. Cada vez que una tonta consola o máquina o luz no funcionaba, era porque la "Elgueta machine" había fallado. Ahí comencé a hacerme conocido, sufrí bromas y una familia del barrio me pidió que hiciera una "Elgueta machine" para un cumpleaños. Dejé el trabajo y años después, por una curiosidad del destino, me hice relojero. Evité que se nombrara mi apellido. Todos olvidaron mi pasado por la TV. Me conocían simplemente como Don Julián. Cuando me preguntaron qué nombre le iba a poner al negocio, lo pensé por un minuto y luego tuve la respuesta. Llegué a mi casa, corté un pedazo de madera y con pintura negra, escribí: "Relojería El Máquina". Y alrededor pinté un reloj con muchas luces, como si lo hubiera diseñado la NASA.
viernes, 4 de abril de 2008
EL DOMADOR DE BALLENAS
POR MARCELO SIMONETTI
ILUSTRACIÓN: OLIVIER BALEZ
No se sabe, con certeza, cuándo llegó Hans Olgernard a la isla Alfonso IX. Lo que sí está claro es que el 3 de febrero de 1991 pidió un crédito para hacerse del Suspiro Azul, una embarcación de cuarenta pies con la que recorrió fiordos y estrechos del fin del mundo en busca de ballenas jorobadas. Hans Olgernard no sólo las encontró; también desarrolló un complejo sistema de sonidos con sordina que utilizó para establecer contacto con los cetáceos. En una década, levantó en el Pacífico Sur un espectáculo sin precedentes. Arriba de su navío escribió una sinfonía única que imitaba el canto que las ballenas emiten en el período del apareamiento. Atraídas por la música, las jorobadas saltaban igual que truchas alrededor del Suspiro Azul, mientras en cubierta Hans Olgernard entraba en éxtasis con los brazos abiertos extendidos al cielo. Quienes tuvieron la suerte de presenciar semejante performance aseguran que difícilmente verán algo parecido en lo que les resta de vida. Contra lo que se pueda pensar, Hans Olgernard no murió aplastado por una jorobada ni tampoco el Suspiro Azul zozobró con él abordo. El domador de ballenas, como le llamaron los diarios, dejó una carta antes de desaparecer. En ella describía con lujo de detalles a un ejemplar hembra que no se separó de su lado en las últimas tres semanas de navegación. Lucubraba acerca de la soledad como una herramienta para aproximarse a otros mundos. Citaba a Kierkegaard y a Heidegger. En las últimas líneas apuntaba esta frase: "en el mundo de las ballenas, que ya es mi mundo, el viaje jamás termina". Dejó la carta al lado del timón, bajo un pisapapeles en el que estaba grabada la bandera de su Noruega natal. Luego de eso se lanzó al mar en busca del amor de su vida.
viernes, 7 de marzo de 2008
EL BASQUETBOLISTA
POR PATRICIO JARA
ILUSTRACIÓN: ALBERTO MONTT
Lo único que el zapatero Filemón Oquendo quería en la vida era que Lázaro, su único hijo varón, fuera basquetbolista profesional. A los 15 años medía 1.94 y siempre fue el tipo más alto del curso y del colegio. Tal era el afán de Filemón que incluso le confeccionó, rompiendo todos los dogmas del gremio, un par de zapatillas de madera con aplicaciones de cemento para que sus huesos se estiraran al máximo cuando saltaba y lograra los dos metros. Filemón confiaba que esa estatura le daría una oportunidad en la NBA. Pero a Lázaro no le gustaba el básquetbol, sino las bolitas, y cada vez que jugaba a la Troya, sufría porque no hallaba donde meter los pies cuando se agachaba. Lázaro parecía un saltamontes, pero era tan grande que nadie se atrevía a decírselo.
miércoles, 23 de enero de 2008
EL ACTOR PORNO
POR MARCELO SIMONETTI
ILUSTRACIÓN: FRANCISCO J. OLEA
Se parecía a Al Pacino, pero eso no importaba. Había en su voz resabios del gran Sinatra, pero eso tampoco era trascendente. Que hablara alemán y arameo era apenas una anécdota en la vida de G. Aquello que lo redimía, que hacía de su existencia una leyenda, eran los 39 centímetros de talento que irrumpían entre sus piernas. Saltar de la cama al cine nunca pasó por su cabeza. Se contentaba con enredar en las sábanas a quien se le pusiera por delante y liberar ahí su creatividad. En medio de sudores y embistes, G. maniobraba con singular destreza para hacer la carretilla, el elefante volador, el azote chino, la vergüenza de Moisés y otras posiciones. Fue sorprendido en flagrante adulterio por un productor audiovisual, quien lejos de acriminarse con G. vio en tal acto la posibilidad de un triunfo.. "Muchacho, tienes una mina de oro ahí abajo", le dijo, y al cabo de unas semanas G. era el protagonista de "Acabando", "Cómeme Papito" y sus dos secuelas: "Papito cómeme de nuevo" y "Papito, no tenemos qué comer". La fama, por incipiente que sea, suele ser traicionera e impredecible. Embriagado de ella, G. fue atacado por una turba de calcetineras que arrasó con su chaqueta, con su camisa, con sus pantalones. Ellas se quedaron con jirones de su negra cabellera y hubo quien quiso hacer suya la mayor virtud de G. El médico de turno diagnosticó un desgarro que prolongó su valía hasta los 42 centímetros, pero en posición de descanso. Nada volvió a ser lo mismo. Su don no volvió a despertar. Hoy, las cintas de G. circulan como material de culto, mientras él exhibe en un circo, como si fuera una pieza de museo, lo que pudo ser el talento más grande del cine porno mundial.
ILUSTRACIÓN: FRANCISCO J. OLEA
Se parecía a Al Pacino, pero eso no importaba. Había en su voz resabios del gran Sinatra, pero eso tampoco era trascendente. Que hablara alemán y arameo era apenas una anécdota en la vida de G. Aquello que lo redimía, que hacía de su existencia una leyenda, eran los 39 centímetros de talento que irrumpían entre sus piernas. Saltar de la cama al cine nunca pasó por su cabeza. Se contentaba con enredar en las sábanas a quien se le pusiera por delante y liberar ahí su creatividad. En medio de sudores y embistes, G. maniobraba con singular destreza para hacer la carretilla, el elefante volador, el azote chino, la vergüenza de Moisés y otras posiciones. Fue sorprendido en flagrante adulterio por un productor audiovisual, quien lejos de acriminarse con G. vio en tal acto la posibilidad de un triunfo.. "Muchacho, tienes una mina de oro ahí abajo", le dijo, y al cabo de unas semanas G. era el protagonista de "Acabando", "Cómeme Papito" y sus dos secuelas: "Papito cómeme de nuevo" y "Papito, no tenemos qué comer". La fama, por incipiente que sea, suele ser traicionera e impredecible. Embriagado de ella, G. fue atacado por una turba de calcetineras que arrasó con su chaqueta, con su camisa, con sus pantalones. Ellas se quedaron con jirones de su negra cabellera y hubo quien quiso hacer suya la mayor virtud de G. El médico de turno diagnosticó un desgarro que prolongó su valía hasta los 42 centímetros, pero en posición de descanso. Nada volvió a ser lo mismo. Su don no volvió a despertar. Hoy, las cintas de G. circulan como material de culto, mientras él exhibe en un circo, como si fuera una pieza de museo, lo que pudo ser el talento más grande del cine porno mundial.
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